Botella al Mar 101

Primeros 100

Una centena de relatos, vivencias, pensamientos, imaginación y retazos del alma fueron ya volcados a través de esta “Botella al mar”.

Fotos, viajes, reflexiones, vivencias...

Fotos, viajes, reflexiones, vivencias…

Con menor o mayor trascendencia cada uno de los “mensajes” fue visto, leído, a veces comentado, elogiado o ignorado como debe ser. Pero “…En tal caso es una “botella al mar” que con suerte alguien recoja y comparta…”.

Botella al Mar continuará derivando en busca de playas donde arribar… Las aguas la llevan a destinos inciertos – momentáneamente quizás alejados de rumbos frecuentados- aguardando en breve nuevos encuentros…

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Deseo buenos vientos que refresquen la mente y el espíritu...

Deseo buenos vientos que refresquen la mente y el espíritu…

 

Relatos del Cajón… (fragmentos)

Al Norte norte

«… Hacia el fondo de la barra, donde ésta hacía un ángulo recto hacia la pared, lo vio. Las espaldas cubiertas y una vista general del ambiente- pensó…»

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La casa de piedra estaba ubicada a escasos metros del muelle. Dos pisos, rectangular, ventanas no muy grandes como embutidas en la gruesa pared. El techo de laja negra era rematado por chimeneas de roja cerámica sobre las que descansaban las gaviotas. Un cartel adosado al muro –fondo negro, con letras doradas- ostentaba el nombre del pub. La puerta de gruesa madera oscurecida por el tiempo y la intemperie mostraba en partes cristales de sal incrustados en los relieves de lasa molduras, producto de las brumas marinas. Brillaban al ser tocados por los rayos de sol que se filtraban entre las nubes.

Permaneció un buen rato mirando esa vieja casona acodado en la herrumbrosa baranda del muelle al otro lado de la estrecha calle. Atrás embarcaciones menores de pesca y paseo se balanceaban en las quietas aguas protegidas por altas escolleras. Afuera el mar persistía en su cotidiano embate sobre las centenarias paredes de piedra. Se mostraba benévolo ese día y a esa hora.

Cruzó la calle para entrar a la taberna que desde hace un par de siglos atesoraba la historia de ese puerto, y de muchos otros en remotos sitios del planeta transmitidos entre copa y copa por marinos de variada nacionalidad.

Traspasó la pesada puerta y se detuvo varios minutos escudriñando el sombrío interior. Le llamó la atención lo grande que era, y a medida que sus ojos se acostumbraron a la penumbra llamó su atención la lustrosa barra. Lucía impecable. La escasa luz proporcionada por lámparas que pendían del techo arrancaba destellos a la tersa superficie de madera. A la distancia no se veían las muescas que el tiempo y quizás algunas peleas habían dejado en ella.

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Los aromas de cervezas, whiskies y licores impregnaron su olfato, mezclados con tufos de tabaco frio. Sonrió y recorrió con la mirada la variada y abundante cantidad de botellas de licor. La barra corría paralela a la entrada ubicada sobre el lado más largo del rectángulo ocupando la pared del fondo. El resto del salón se ubicaba frente a ella, de modo que al entrar el bar se imponía. Mesas y sillas se distribuían a lo largo del salón. A esa hora no había música aún, y el viejo piano aguardaba en una esquina.

Una vez que su vista se habituó a la penumbra del lugar, dirigió la mirada hacia el sitio en que sabía –o imaginaba saber- debía estar a quien buscaba. No había muchas personas. Una media docena de hombres y mujeres que parecían turistas sentados al rededor de las mesas, y dos reconcentrados individuos en los taburetes y encorvados sobre la barra frente a sendas pintas de cerveza. El barman hablaba con uno de ellos, mientras le servía una medida de whisky en el pequeño vaso. Parecía que hablaba al aire a juzgar por la mirada perdida de su interlocutor.

Hacia el fondo de la barra, donde ésta hacía un ángulo recto hacia la pared, lo vio.

Las espaldas cubiertas y una vista general del ambiente- pensó.

Nuevamente una sonrisa ganó su rostro celebrando íntimamente la certidumbre de donde lo iba a encontrar. Caminó a lo largo del bar a su encuentro.

– Fredy…- dijo en voz baja con clara nota afirmativa y no de interrogación.

Leía Fredy ensimismado en las noticias del diario local. Levantó la vista hacia la persona que pronunció su nombre con gesto de sorpresa y curiosidad. La mueca que se dibujó en sus labios pretendía ser una sonrisa –pocas veces una risa plena ganaba ese rostro- pero sus ojos denunciaban la alegría.

– ¡Qué hacés acá!- disparó con voz cascada y bajándose de la banqueta para estrechar la mano y alzarse para abrazarlo.

Los dos personajes de la barra levantaron sus cabezas y dirigieron una mirada interrogante hacia el extremo del bar.

El barman también miró sorprendido, y – con íntima aprobación- bajó la vista meneando la cabeza con una amplia sonrisa como para no perturbar la intimidad. Fredy no es un tipo de muchas palabras – pensó.

Tras el breve abrazo, y tomándolo de los hombros invitándolo a sentarse en el taburete preguntó:

– ¿Qué tomás?

– ¡Peter servile un single malta a mi amigo! – agregó sin esperar respuesta en un tosco inglés.

Hablaron, tomaron varias medidas de whisky, saborearon sendas pintas de negra cerveza y quedaron en verse más tarde para cenar.

– Asi que el peregrino…- se dijo Fredy pensativo mientras caminaba a su casa en esa remota isla…

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Relatos del Cajón… (Orcas)

EL HOMBRE ORCA

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“…sus charlas y conferencias eran memorables. En una de ellas fue como lo conocí. Estaba a punto de viajar al sur para asumir el cargo de guardafauna, y Juan Carlos ya era una leyenda de esos parajes…”

     «No podía creer lo que estaba sucediendo. La naturaleza no acababa nunca de sorprenderme, pero aún así…

     La orca se aproximó a la playa. No a cualquier sitio, sino exactamente a ese lugar en donde había sido convocada por Juan Carlos. La enorme aleta delataba su condición de macho de la especie. Se acercó con delicadeza. No se varó en profundidad – como suelen hacer en una cacería -, sino que protagonizó una suerte de suave desembarco. Respiró, y el sonido – fuerte y profundo – del aire saliendo por su espiráculo se impuso con intensidad por sobre los otros que componían la marítima partitura. La lustrosa piel del cetáceo brillaba, chorreante de agua, con las luces del sol. Sus ojos observaban a las dos criaturas humanas con inteligente curiosidad.

     Juan Carlos, acuclillado a escasos centímetros del colosal mamífero, giró su cabeza y me miró con una sonrisa divertida. A dos metros de distancia yo observaba extasiado. Mi boca dibujaba una perfecta O, denotando la sorpresa. Los ojos, enormemente abiertos, intentaban registrar la escena. De mis manos pendía, a medio camino entre el pecho y el rostro, la cámara fotográfica…

     Con un fuerte impulso de la aleta caudal, la orca ayudó a su enorme cuerpo a girar. Segundos después nadaba en el canal, manteniéndose muy cerca de la playa y como mirando provocativa a los hombres.

     – ¡Sacaste las fotos! – preguntó en tono burlón Juan Carlos.

     Lo miré todavía anonadado. No podía reponerme del asombro. Sacudí la cabeza, como para volver a ordenar los pensamientos, miré la cámara fotográfica en mis manos y comencé a reír.

     – ¡Vos sabías! ¡Vos sabías y no me dijiste! – increpé a mi compañero -. Sabias muy bien lo que iba a pasar… Si hasta me preguntaste si no iba a cambiar la lente – dije mirando la cámara montada con un teleobjetivo -, hasta con el gran angular le hubiera fotografiado las amígdalas…

     Hubo tiempo para la revancha, varias pasadas hicieron las delicias de ambos y las imágenes fotográficas fueron convenientemente captadas. Pese a las insistencias Juan Carlos no reveló su secreto para llamar a las orcas… No hacía falta. El placer se renovaba, rodeado de misterio, con la presencia del guardafauna.

El hombre orca B

     Es que las orcas y Juan Carlos conformaban algo así como un sinónimo. La prolongada convivencia con esos seres lo llevó a realizar importantes observaciones, tenidas en cuenta por investigadores nacionales e internacionales. El conocimiento y particular forma de relatar las vivencias y relaciones entre los seres que pueblan ese rincón patagónico, hacían que sus charlas y conferencias fueran memorables.

     En una de ellas fue como lo conocí. Estaba a punto de viajar al sur para asumir el cargo de guardafauna, y Juan Carlos ya era una leyenda de esos parajes. Ese primer encuentro fue formal, luego vino lo verdadero, una lucha codo a codo en favor de la naturaleza y contra la realidad.

     Yo – al igual que muchos – veía en «el flaco» al arquetipo de la figura del guardafauna. Apasionado, dueño de un riguroso conocimiento, y capaz de matizar con infinitas anécdotas las charlas a los viajeros. No había un visitante que pasara por Punta Norte que no sintiera un pequeño cambio en su espíritu al dejar la reserva. Juan los hacía pensar.

     Otro rasgo saliente era su humor. Hábil dibujante, fue autor de numerosas historietas que involucraban a la fauna del lugar. Un invierno – en el que me había trasladado a Punta Norte para realizar un relevamiento fotográfico -, dimos «vida» a un engendro que tenía la misión de ser el portavoz de todos los seres y especies. Su labor era la de denunciar y desenmascarar a los responsables de las agresiones a nuestro mundo. Durante largas noches junto al fuego el personaje fue alimentado con premeditada alevosía. El pingüino – nacido de uno de los «Huevos» de Pativi (seudónimo con el que Juan Carlos firmaba sus creaciones) – buscaba sacudir a los adscriptos a La Causa y a sus transgresores…

     … El tiempo pasó y la incoherencia pudo más. Dejó Punta Norte. Pero no se doblegó su espíritu. Incansable, como un «Quijote», continuó desafiando a los vientos patagónicos. El mar, su pasión, y los chicos son los receptores de la infatigable lucha que lo tiene como protagonista principal por aquellas latitudes.

     ¡Orcaman al ataque!»

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Extractado de «Dinosaurios- Relatos y Sueños de un Guardafauna» – Carlos A. Passera

Nota del autor: Cíclicamente reaparecen notas y fotos sobre estos magníficos cetáceos. El rigor y la mesura no suelen acompañarlos. Valga el reconocimiento a quienes durante años ayudaron sin estridencias a conocerlos…

Relatos del Cajón… (Capítulo 10 – Fin Primera Parte)

Capítulo 10

Machu Picchu Panorámica 2 BN B

“… Los ojos se le llenaban de humedad al Viejo y le ardían al leer, conociendo la historia que sobrevendría. Respiró profundo, hizo una pausa y continuó la lectura…”

Lánguida

C&C en Huayna Picchu B C

“…La mítica ciudela incaica –como a todos – los deslumbró. Caminaron sus senderos y acariciaron sus piedras con fruición. Treparon la estrecha y empinada senda hasta la cima del Huayna Picchu y simplemente admiraron y callaron. Atrás había quedado Cuzco, Saqsayhuaman, Pisac, Ollantaytambo… La grandiosidad del Imperio Incaico había ganado sus jóvenes espíritus. Aquel viaje iniciático, que los había unido fortuitamente en una encrucijada del camino, los maravillaba a cada paso. Y ese día en las colosales ruinas de los Andes, sentían que el haberlo transitado juntos los había enriquecido. Se sabían capaces de conquistar el mundo, de lograr todos sus sueños. Las imágenes obtenidas se atesoraban en los rollos fotográficos que se acumulaban en sus mochilas, y más indelebles en sus almas. Mucho quedaba aún por andar, el tiempo diría en que puntos cardinales; una sola certeza los acompañaba: iban a estar juntos…”

Dejó de escribir, y salió de su camarote. Sonreía al evocar aquellas lejanas vivencias. Pero sabía que el viaje antártico estaba llegando a su fin. La mañana siguiente lo encontraría en el puerto. Y la incertidumbre era hacia donde dirigiría sus próximos pasos…

Subió a la zona del mirador donde estaba situado el bar.

En la cubierta superior los enormes ventanales reflejaban las imágenes del interior envueltos en una suave penumbra. Las luces justas permitían observar el ocasional paso de algún ave en el exterior, fundida y esfumada en los vidrios con las figuras del salón.

Sentado en el taburete en la barra degustaba un whisky mientras una grabación se dejaba oír, suave, inundando el recinto.

Lánguida, cadenciosa, con voz grave, aterciopelada y sensual -que trasuntaba melancolía- la intérprete desgranaba la letra de la canción. Calló su voz dando paso a la melodía, el solo de piano irrumpió límpido y cristalino, con marcadas y puras notas; muy lentamente se sumaron los acordes de violines en suave “increccendo”. La envolvente sonoridad del saxo enfatizó la tristeza latente, mientras los ritmos graves y sonoros del bajo- esos bajos enormes y gordos al parecer- delineaban los compases.

Su alma se contrajo.

El ánimo –un tanto mustio- se ajustaba al clima propuesto por la música.

Como por encanto el sonido del piano “en vivo” resonó en la sala y se acopló a la grabación que llenaba el recinto. Se sorprendió -no sin agrado- y giró la butaca hacia donde el instrumento estaba ubicado.

Sentado en el taburete el músico –que había llegado silenciosamente- le sonrió cómplice y alzó su vaso en señal de saludo. El le respondió con el mismo gesto y un leve movimiento de su cabeza aprobando su presencia sin decir palabra.

La música prosiguió acompañada ahora por los acordes del piano que resonaban puros. Nuevamente la voz de la cantante se impuso por sobre la melodía.

El y “el piano man” se dejaron envolver por la música y el recuerdo; sea este cual fuera…

Afuera el mar sacudía las bandas del barco con vigorosa marejada.

Mañana el puerto, pero será mañana…- se dijo mientras sorbía un trago.

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(Nota del Autor: Lo que comenzó como un ejercicio de hilvanar relatos mezclando vivencias e imaginación, cobró vida. Estos primeros 10 capítulos publicados en Botella al Mar continúan surgiendo y – a decir verdad no se aún donde me llevan- pero nómade al fin dejo que me lleven… Con el tiempo seguirán plasmándose en estas páginas.)

Relatos del Cajón… (Mi Piedra)

MI PIEDRAP1120707 B

     «Me senté en la suave arena y descansé la espalda contra una roca. Estiré el cuerpo y me dispuse a disfrutar de «ese mar», «ese cielo»…

     El sol brillaba frente mío, un poco hacia la izquierda, casi a contraluz. Entrecerré los ojos y comencé a mirar aquel paisaje que conocía de memoria. Al frente la restinga, más allá las pequeñas rompientes, luego la brillante y acerada superficie del mar; hasta que a lo lejos – interponiéndose entre el horizonte y la costa – la pequeña islita que reverberaba desdibujándose por el calor.

     Me dispuso a escuchar las voces de los lobos marinos que poblaban el islote, y se entremezclaban con el sonido del mar. Mis ojos se convirtieron en apenas una ranura para tratar de vislumbrar las siluetas. Despaciosamente dejaba que la vista vagara por el entorno. De pronto, sin saber porque, mi atención se fijó en una piedra. Una y otra vez los ojos volvían a ella. Hasta que… entremezclada con los sonidos del mar y el mugido de los lobos, escuché una voz.

     Sin moverme y apenas achicando un poco más la ranura de mis ojos, fijé la vista allí, en ese punto de donde provenía la voz. Ésta emanaba nítida – aunque sin una audible caracterización – de la piedra. Esa piedra de la que no podía apartar la mirada.

     La observé más con curiosidad, que asombro. Sentí una oleada de intenso placer al atisbar algo así como ¿»comunicación»? con los habitantes del tercer reino. Al menos un habitante.

     Era gris la piedra. No mayor que el tamaño de un puño, de contornos irregulares y surcada de grietas que amenazaban fracturarla y dividirla de un momento a otro. Estaba en el límite de la zona de arena. Centímetros más allá el mar amontonaba la resaca en su línea de alta marea.

     Me relajé aún más. El estridente graznido de una gaviota me indujo a pensar que estaba despierto, que no soñaba. Sonreí.

     La piedra comenzó a contar su historia. Habló de pretéritos tiempos, cuando sintió crujir, estallar y convulsionarse su materia. Cuando su – entonces – enorme masa fue expelida del interior de la tierra experimentando por primera vez una sensación de ingravidez, vértigo y libertad en el espacio infinito. Luego de ése, su primer vuelo, el choque violento contra el convulsionado planeta la hizo estallar en cientos de pedazos. Cuando los cataclismos dejaron lugar a un «enorme» silencio, otras transformaciones tuvieron lugar.

   De la exuberante vegetación, los pantanos, la niebla y el sopor exhalado por esa tierra aún tibia, pasó a la gélida presencia del hielo. Convivió – sufriendo su abrasión – con azules y gigantescas paredes de agua compacta que permanentemente se movía, crujía, labraba canales en la dura roca.

     Vio el paso de grandes animales, se mezcló entre el cieno y multitud de seres vivos en el fondo marino. Fue arrastrada, pulida, enfriada, calentada, fragmentada y transportada cientos de kilómetros en una constante y dilatada transformación. En ocasiones tembló de impaciencia y esperanza acompañando la trepidación de la tierra, ansiosa por ser – una vez más – lanzada por los aires…Pero el tiempo pasaba y discurría la soledad, rodando con el viento, por esa enorme y silente estepa.

     Algunas veces supo de la compañía ocasional de otro ser vivo. Más de una vez se cobijó, buscando su protección, algún zorro. En una ocasión hasta un gran y pinchudo coirón creció a su lado. Entre él y ella una pareja de martinetas tuvo su nido. Ayudó a proteger la vida

     Se acostumbró a recibir la caricia del viento, la ardiente pasión del sol, el frío abrigo de la nieve y la cantarina suavidad del agua. Poco a poco su apariencia fue cambiando. A veces un seco estampido la fragmentaba, dividía su cuerpo durante la noche. Otras el viento modelaba sus formas, o la paciencia del agua horadaba figuras en su superficie

     Escuchaba con placer la historia de los tiempos narrada por – ya para entonces – «mi» piedra. Ese sentimiento me produjo cierta ambigüedad ya que no debía poseerla. Pero la quería.

     Cambié de posición. Sentí el dolor del cuerpo entumecido al acomodarme. Esto me agradó. Necesitaba convencerme de que vivía ese instante a cada momento. Los movimientos en nada perturbaron el encanto especial de esa situación.

     La piedra narró entonces aquella trascendental ocasión en que tomó contacto por primera vez con un hombre. Sucedió un claro y despejado día, allá en la meseta. Ella convivía desde el último invierno con un alacrán que se cobijaba bajo su protector abrigo. Ese día un hombre la levantó – dejando desguarnecido al alacrán – y la introdujo en un morral. Más tarde, sentado en cuclillas junto a una frondosa mata de jume, esparció su contenido en el suelo. Cuidadosamente el hombre separó aquellas piedras que le servían, desechando otras. A algunas las golpeó arrancando trozos que quedaban en el suelo, como esquirlas de colores diversos. A ella la tomó entre sus manos. La dio vueltas, la acomodó de diversas maneras en la palma de la mano y – aparentemente satisfecho – la volvió a introducir en el morral.

     La piedra me confesó que al experimentar la suavidad y calidez de la mano del hombre sintió cierta… afinidad, como algo muy íntimo y esencial que los unía.

     Viajó. Viajó en compañía del hombre. Le fue útil. Se convirtió en un instrumento. Su irregular conformación se adaptaba a la mano humana. Era como una prolongación que escapaba de ésta y servía para tallar otras piedras. Los siglos la habían modelado sin alterar su primigenia dureza.

     Una tarde, aquí, en esta costa, sucedió. Los años pasados junto a ese hombre, ese aborigen conocedor de cada rincón de la estepa, llegaron a su fin. Un golpe mal dado y se quebró.

     El aborigen la miró incrédulo -rememoró la piedra-. Como si aquello no pudiera ocurrir. La piedra supo lo que vendría, por eso su sorpresa al sentir el suave contacto de esa conocida mano que la acariciaba lenta, meticulosamente. Supo que ella y el nativo habían llegado de alguna forma a quererse. A necesitarse.

     Mientras recorría la anatomía de esa piedra – que él también consideraba suya – palpando cada centímetro de su tortuosa superficie, el indio miró hacia el mar. Un dejo de melancolía se asomó a sus ojos. La miró por última vez y – como sabiendo tras tantos años de convivencia – la arrojó lejos. Lo más lejos que pudo.

     La piedra sintió el contacto de esa mano, la despedida, y el gesto del hombre en ese instante. Luego vino el impulso final y voló. Voló y entonces supo…

     Desde entonces la piedra está allí. En ese sitio. Alguna vez la compañía de algunos musgos. Uno que otro tierno pasto que crece al compás de las caprichosas lluvias, y la presencia permanente de esas alas. Esos seres que volaban libres. Desde entonces espera. Segura, tozudamente espera… Espera que…

     Abrí los ojos y los fijé aún con más intensidad en la piedra. Parpadeé y quedé sorprendido al oírme – por primera vez – implorar en voz alta:

     – ¡¿Que?! ¡¿Esperar qué?! –

     Hubo un silencio. Ni el mar, ni las gaviotas, ni la brisa susurraron su voz. Se produjo uno de esos escasos y mágicos instantes de puro, total y absoluto silencio.

     Luego la piedra habló. Habló muy quedamente. Como turbada, indecisa. Sin estar segura de aflorar sus más íntimos secretos.

     Conmovido escuché.

     La piedra esperaba – pacientemente – al tiempo. Sabía, con su milenaria sapiencia, que éste inexorablemente la iría desgastando. Ansiaba verse disgregada. Ya sentía partirse en pequeños trozos. Aguardaba que el sol y el frío la fragmentaran, convirtiéndola en cada vez más diminutas partículas. Sabía que el mar, allí cerca, la transformaría en una de los millones y millones de pequeñas piedrecitas que se mecían al influjo de las mareas. Al fin sería arena y entonces con ayuda del viento volaría hasta caer suavemente en el océano. Allí, descendiendo lentamente a las profundidades, ella sería una de las elegidas. Absorbida por un mejillón sería entonces ¡otro ser! La primera parte de su sueño estaría cumplida…

     Aquí se produjo otro silencio.

     Abrumado por la intensidad de los íntimos deseos confesados por la piedra, urgí nuevamente:

     – ¿¡La primera parte del sueño!? –

     Esa simple piedra, agrietada, a punto de desintegrarse, dueña de un pasado que contenía la memoria de los tiempos, dijo entonces con pudor:

     – Si, la primera parte… Porque como otro ser serviré de alimento a esos seres alados, y ya como parte indisoluble de ellos podré volar… ¡Volar libremente por los cielos! ¡Como aquella primera vez…!

     El sol ya casi se ponía tras la línea del horizonte. Sus últimos rayos de luz bañaban la playa. Otra vez todos los sonidos llenaban el ambiente. Sentí un profundo amor por aquella piedra. Hubiera querido llevarla conmigo, pero conocedor de su secreto sueño no lo hice. Me acuclillé a su lado, la acaricié suave, muy suavemente y me permití llamarla entonces:

   – Mi piedra».  Mi Piedra B

 

De Viajes… (Isla de Pascua)

Rapa Nui… El Futuro en su Pasado

–        Aquí voy a estar – dijo Christian al despedirse- Si regresan aquí voy a estar… P1050531 B

Lo miré y verifiqué en ese instante lo que intuí casi desde el principio de mi estadía en esta peculiar isla en medio del mar: Ellos sabían algo más. Algo que difícilmente quienes la visitábamos pudiésemos comprender enteramente. El orgullo de ser RapaNui no podía ser cabalmente entendido por un “extranjero”…

Lecturas previas me habían servido para conocer algo de la historia, la mitología, sus enigmas… Pero no preparan para las sensaciones.

Los datos precisan que es la isla más remota del planeta. Que para llegar a ella son necesarias más de 5 horas de avión, o varios días de barco. Que esta situada a 3 mil kilómetros del continente. Que mide apenas 24 kilómetros de largo por 16 de ancho. Que no hay ríos que la surquen. Que es volcánica y que fue sede de una de las civilizaciones más enigmáticas y misteriosas de la tierra. Sin embargo no pueden preparar al viajero para imaginar esa lejanía del resto del mundo; no advierten de la curiosa inexistencia del perfume a mar, estando rodeado por él; no explican el penetrante olor a tierra, a hierbas, que impregnan el ambiente aún en al borde de las olas; no permiten mensurar de antemano el grado de destrucción y aniquilación a la que el hombre somete a la naturaleza y a si mismo; tampoco advierten sobre la poderosa influencia que los legendarios habitantes impusieron sobre las futuras generaciones.

Transitar la geografía de la isla permite incursionar en su historia, imaginar su pasado. Oír las voces y sentir el miedo, la incertidumbre que sobrevino luego del apogeo. Y por último sentir la esperanza en la actitud de las nuevas generaciones.

Mapa

La leyenda narra que el Rey Hotu Matu’a arribó a la isla a bordo de dos canoas y desembarcó en la playa de Anakena. El largo derrotero naval por el extenso Océano Pacífico desde el archipiélago de las Marquesas, fue una suerte de milagro –o destreza de navegantes- que les permitió recalar en esta pequeña isla perdida en la inmensidad oceánica. El motivo del viaje – o éxodo- no esta del todo claro. Una versión narra que un continente llamado Hiva se hundió en el mar tras un colosal cataclismo, y otra indica que Hotu Matu’a fue vencido en una guerra tribal por su hermano… El sueño del mago Haumaka –quien visualizó Rapa Nui en uno de sus trances, y envió a siete expedicionarios a verificarlo- habría sido la razón de su épico viaje. La doble canoa de 30 metros de largo transportaba al Rey, su esposa, nobles y sirvientes además de plantas, animales y aves. La prehistoria de Pascua recogida a través de la tradición oral da lugar a múltiples versiones… Entre las cuales no faltan las que hablan de seres llegados del espacio.

Moais

Moais

Lo cierto es que esos primeros pobladores se afincaron, multiplicaron y dieron origen a una poderosa cultura que aún en la actualidad continua siendo objeto de estudio y controversia.

La colonización llevada a cabo por el rey y su séquito entre los años 300 y 400 después de Cristo es más que nada producto de la especulación histórica. La tierra – en ese entonces pródiga- fue repartida, preparada para el cultivo, y sus bosques arrasados. El tiempo trajo la sobrepoblación, las peleas, las guerras, y la devastación de los bosques. No quedaron árboles para fabricar las canoas, la pesca no era accesible entonces, la siembra se agotó, la hambruna cundió, el canibalismo se impuso y los gigantes de piedra tallados no pudieron “proteger” a sus habitantes. La guerra entre los Orejas Largas y los Orejas Cortas los desbastó.

Tangata Manu, Los Hombres Pájaro

Tangata Manu, Los Hombres Pájaro

La historia se mezcla con la leyenda y tiene pasajes de grandeza y miseria, florecimiento y decadencia, amor y odio, misterio y pocas certezas… Salvo las que perduran en el orgullo de sus descendientes.

Andar por este minúsculo “brote” surgido de los abismos marinos hace 250 millones de años, y enclavado en medio del mar, es una experiencia que no resulta sencillo asimilar.

Asombran las megalíticas construcciones de los Moais, pero sobresaltan los misterios del florecimiento y aniquilación de su civilización. Agrada a los ojos contemporáneos la geografía fuerte y ruda de su fisonomía volcánica, sus costas y el mar bravío… Y seduce la imaginación esa historia narrada de apogeo, decadencia y muerte.

Apogeo, decadencia y futuro

Apogeo, decadencia y futuro

El futuro de esta enigmático lugar esta en su pasado. Y las nuevas generaciones lo saben. Descienden de reyes y se saben diferentes al resto de los mortales.

La Isla de Pascua se me antoja que podría ser una especie de advertencia planetaria sobre lo que el hombre puede hacer a la naturaleza y a si mismo… Algo que parece no ser tenido en cuenta a juzgar por lo que hacemos a nuestro mundo.

 

Relatos del Cajón… (Melchor y la vodka)

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Foto publicada en el diario El Chubut por un lector

Esta foto aparecida recientemente en un diario del Chubut (Diario Chubut), publicada por un lector me causó gracia y me animó a compartir el siguiente relato publicado en el libro “Dinosaurios: Relatos y Sueños de un Guardafauna”.

Ojalá lo disfruten y – a través del humor- valoren y protejan a nuestras especies silvestres.

MELCHOR Y LA VODKA

Vinieron durante el primer invierno. Los chicos los espiaban desde la ventana de la cocina. Al principio eran dos. Grandes, rechonchos. Construyeron su cueva a escasos dos metros de la vereda que rodeaba la casa. Y ya no se fueron.

Con el tiempo los pequeños los habían acostumbrado a comer de su mano, a soportar sus caricias, a que compartieran – en cierta forma – sus juegos.

A uno de ellos – vaya a saber por que extraña fantasía – los niños lo bautizaron Melchor. Era el más grande.

Disfrutaba viendo como los peludos – ya que ellos eran los nuevos vecinos – se habían unido a la familia. Sabía que no eran muy bien vistos por la gente de campo. Sabía también – porque había encontrado más de un cuerpo en pozos de basura – que lo mataban porque sí; no para comerlo pues decían que era un bicho carroñero. Que devoraba a las ovejas parturientas… En síntesis, un perseguido. Más de una vez los había visto comiendo cadáveres de pingüinos, o tratando de robar alguno que otro huevo. Pero era su papel dentro de la naturaleza. Así que respetaba a ese casi prehistórico animal.

Lo cierto es que cada noche los peludos –  que para el verano se habían convertido en seis con el arribo de otras dos parejas que hicieron sendas cuevas junto a la casa – acudían a buscar su ración alimentaria. Si por casualidad olvidábamos acercarles a la cueva las sobras de la comida, eran ellos los que venían a reclamarla. Con insistencia arañaban vigorosamente la puerta de metal, utilizando sus cortas patas provistas de largas y firmes uñas, hasta recibir su dieta.

Invariablemente el rito se repetía todos los días. En ocasiones comían en la misma puerta de la casa. Otras llevaban el alimento al interior de la cueva.

Una noche – tras terminar la tarea del día – decidí preparar un trago para la noche. Como no poseíamos heladera puse la jarra llena con jugo de ananá y aderezada con generosas medidas de vodka, para que se refrescara a la intemperie.

La idea pronto demostró no ser muy feliz. Cuando escuchamos el ruido ya era tarde. Carol y yo nos miramos y corrimos hacia la puerta… Allí estaba el gran Melchor, degustando golosamente la bebida.

Cuando termino de sorber lo que se escurría por el piso se dedicó meticulosamente a pasar su lengua por el interior de la jarra hasta evaporar el último vestigio de líquido. Recostados en el dintel de la puerta, mirábamos divertidos. Entre nuestras piernas los chicos se acercaron a disfrutar del show.

Tras unos minutos de inmovilidad, Melchor comenzó a salir de adentro de la jarra. Por primera vez vieron a un peludo víctima de una soberana borrachera.

El animal caminó para atrás y chocó contra nuestros pies; sobresaltado saltó hacia un costado y se dio la cabeza contra la pared.

Las primeras risas de los niños comenzaron a dar el telón de fondo.

Mientras tanto, el pobre Melchor intentaba poner rumbo a su madriguera. No le fue fácil. Zigzagueó entre la pared del pasillo, prácticamente rebotando. Luego corrió por la vereda, cayó de ella a la tierra, y los escasos diez centímetros de desnivel lo dejaron patas para arriba.

Entre risas, Francisco – el mayor de mis hijos- lo volvió a poner sobre sus patas, encauzándolo en dirección a la cueva. Pero la cosa no resultó fácil para Melchor. Varios obstáculos se interponían en su camino. Y en su estado, todo parecía un laberinto. Finalmente, tras rebotar varias veces contra las matas, paredes, un poste, y dirigido por las divertidas manos de los pequeños, llegó a su cueva. Pero aún de ella debió ser rescatado. Quedó cabeza para abajo y pataleando en el aire. Finalmente logró entrar a ella. El show finalizó.

A la mañana siguiente, durante la ronda de radio, Juan Antonio – el Jefe del Cuerpo- y los demás guardafauna escucharon divertidos la historia de Melchor.

Ilustraciones de Juan Carlos De Souza para "Dinosaurios: Relatos y Sueños de un Guardafauna"

Ilustraciones de Juan Carlos De Souza para «Dinosaurios: Relatos y Sueños de un Guardafauna»

Relatos del Cajón… (El Pájaro…)

El archivo fotográfico me «devolvió» esta foto escaneada de una diapositiva obtenida hace ya 33 años. Se trata de un ave marina que nidificó en la cormoranera de Punta Tombo durante varios años. La especie no era nativa de nuestras costas, por el contrario se trataba de un visitante venido del Pacífico: el Cormoran Guanay (Phalacrocorax bougaivilli), donde puebla por millares las islas Guaneras. No recuerdo con precisión la cantidad de parejas, aunque eran pocas entre los nidos de Cormoran Real, y de Cuello Negro. Aunque escasos en cantidad, lograban criar a sus pichones de plumón gris oscuro, y «pintados» con blancos manchones de plumas. Tormentas, predación de gaviotas australes y cocineras, y algunos factores externos propiciaron su desaparición de aquellas playas.

Visitante del Pacífico, pobló la Cormoranera de Punta Tombo

Visitante del Pacífico, pobló la Cormoranera de Punta Tombo

Encontrar esta foto me trajo a la memoria el relato de más abajo, publicado en «Dinosaurios: Relatos y Sueños de un Guardafauna»

El Pájaro que voló…

Los gritos de los chicos llamaron mi atención, pues estaba aún dentro de la casa:

– ¡ Papá, vimos un pájaro..! – dijo Francisco con la voz entrecortada por la carrera y la excitación.

– ¡Un pájaro…! – repetía Pablo asintiendo con la cabeza a lo dicho por su hermano mayor, y acompañando el gesto con dos enormes ojos agrandados por el entusiasmo.

– Así que un pájaro – dije sentándome en la vereda – ¿Y cómo era el pájaro?

– ¡Era un pájaro…que se voló! – respondió Francisco.

– ¡Se voló! – apoyó Pablo con enfáticos movimientos de su cabeza.

De esa inadvertida forma principió uno de los más excitantes y aleccionadores juegos que comencé a practicar con mis hijos: «La Búsqueda del Pájaro que Voló».

Las excursiones por el campo ya tenían un fin determinado, hallar al pájaro que voló. Así, Francisco – quien poseía ya bastantes conocimientos sobre las aves -, aleccionaba a su hermanito:

– ¡Mira, ése es! – aseguraba Pablo.

–  Nooo, esa es una calandria – precisaba Francisco. O si no… – Fíjate que es una «cocinera» con plumaje juvenil, ¿ves las plumas grises en vez de las blancas y negras?

En ocasiones les ampliaba la lista de aves que mis hijos conocían con  nuevas especies.

– ¿Mira, ése es el pájaro? – preguntaban cuando no conocían el ave.

– No, ese es un frigilo patagónico ¿Ven que lindos colores que tiene?

– No, ese no es  – repetía entonces Pablo convencido.

– ¿¡Y cual es el pájaro que voló!? – preguntaban en ocasiones con ansiedad.

– Y, no sé, hay que buscarlo. Si se voló hay que buscarlo – respondía divertido.

De esa manera los pequeños fueron conociendo a casi todas las especies de aves que poblaban Punta Tombo. Ostreros, gaviotas, gaviotines, cormoranes, palomas antárticas, chorlitos, chingolos, tordos, jilgueros, diucas, negritos, pechos colorados, martinetas, cauquenes… Y una multitud de especies aladas que eran descubiertas  con regocijo y atención.

Asistía feliz a este juego que fundía a los chicos con la naturaleza. Todos – aunque los pequeños aún no lo supieran – intuíamos que la búsqueda jamás terminaría.  Porque… ¿¡Quién descubriría alguna vez al «pájaro que voló»!?

Relatos del Cajón… (Capítulo 3)

«Con suaves movimientos de cabeza mientras leía con atención, indicaba su aprobación. El viejo se acomodó en su sillón frente al ventanal mientras añejos recuerdos venían a su mente…»

Viento

El mar se impone

El mar se impone

Casi las cien personas que se permitían estar en tierra por vez habían desembarcado, cuando se oyeron las insistentes sirenas del barco indicando el regreso a la nave. Simultáneamente la voz del segundo oficial urgía – cascada y metálica desde los “handies”- a un pronto abordaje a los botes neumáticos.

Tranquilo indicó a su grupo que se acercara a la playa para subir a los botes y regresar al barco.

Serenas órdenes y concisas explicaciones disuadían a los más remisos a suspender la fotografía inmediatamente y dejar la playa. No había peligro inminente, pero el viento comenzaba a hacerse sentir, y blancas crestas coronaban las olas. Un trayecto de menos de 10 minutos de navegación hasta la nave, se convertía – a medida que el viento arreciaba- en 15, 20 y hasta 30 minutos. La operación para despejar la playa y evacuar  todos los pasajeros se realizó sin inconvenientes. Mojados, y con el sabor de una moderada aventura que podrían revivir entre trago y trago, los pasajeros subieron al barco sin inconvenientes.

La última embarcación en dejar la costa lo llevaba a bordo junto al Jefe de Expedición y los demás naturalistas. El corcoveo sobre las olas se intensificaba a medida que la velocidad del viento aumentaba. Su espalda lo sentía ya que aún no se recuperaba del último temporal cuando los “rebotes” a bordo de la ligera embarcación lo habían dejado maltrecho. Sin embargo disfrutaba esos momentos. Las aves pasaban rozando las cabezas, mirándolos con atención, se posaban en las agitadas aguas y observaban el trabajoso paso del bote. Las olas los mojaban y el viento no cedía, pero el derrotero era seguro. El barco se movía con lentitud, esperando el arribo de la tripulación. Sin novedades subieron por la escalera y mojados pero felices se reunieron para conocer con más detalle el estado de situación.

Para entonces la velocidad del viento se había incrementado notablemente y velos de spray se desprendían de las olas indicando que ya alcanzaban o superaban las ráfagas de 100 kilómetros por hora.

La voz del capitán anunció por los altoparlantes que el barco debía mantenerse dentro de las aguas relativamente calmas dentro de la bahía hasta tanto el viento amainara y pudieran seguir  con su derrotero. Ya era hora de la cena, por lo tanto la jornada estaba completa. Solo restaba a los pasajeros descansar, y disfrutar de la situación.

En pocas horas las fuertes ráfagas de viento amainaron y de rachas de 120 kilómetros por hora bajaron a unos someros 80. Fuera del abrigo de la bahía el mar abierto los recibió con una marcada onda marina y olas que alcanzaban los 12 metros de altura y llegaban a salpicar las ventanas del puente. Por fortuna el cabeceo era acompasado, sin rolido, y permitía acostumbrar el cuerpo a esa cadencia.

Sentado en el bar charlaba con el Jefe de Expedición mientras saboreaban una cerveza. Lo acontecido no era tema de conversación, ambos tenían sobrada experiencia en ésas lides. Entre recuerdos de tiempos cuando ambos jugaban al rugby; viejas historias narradas con maestría por el “jefe” de cuando transitaba en su juventud por la Antártida con los trineos tirados por perros; como llevan los suministros a los “depo” o depósitos de avanzada para las exploraciones; los múltiples usos que le daban a cada uno de los componentes de esos cajones, el gusto de algunas comidas, la enorme lata de duraznos en almíbar que una vez vacía servía para hacer las “necesidades”… Las horas pasaron y tras un par de bebidas el jefe se despidió.

El se quedó unos instantes más mirando por los ventanales, de a ratos eran “lavados” por la espuma de las olas que para entonces había mermado considerablemente. Bajó a su camarote.

La acción lo mantenía “ocupado”, pero cuando se detenía, los pensamientos lo abrumaban. «Esa» imagen de mujer se corporizó como siempre y antiguos recuerdos acudieron en tropel a su mente.

Olas y viento, partitura antártica

Olas y viento, partitura antártica