Al dejar la Taiga en los Territorios árticos del noroeste canadiense, se impuso en mi mente la epopeya de otros hombres en un apartado sitio del mundo ubicado en las antípodas…
PAMPINOS
– ¡Pampinos!- dije casi en voz alta.
El bus continuaba su camino por el extenso y árido desierto atacameño. Algunos pasajeros se dieron vuelta sin entender y continuaron en sus tares. Carol –por su parte- me miró y sonrió cómplice.
Me encogí de hombros y le devolví la sonrisa.
Hacía ya varias horas que mi mente pugnaba por recordar como eran llamados los hombres que trabajaban en los yacimientos de nitratos. En aquellos salares donde dejaron sus vidas. Y la palabra finalmente se abrió paso en mi cerebro acometiendo sin poder evitarlo hasta hacerse audible en mi boca.
– ¡Pampinos si! Así los llamaban.
Las ruinas de adobe que aparecían a los costados del camino eran los mudos testigos de aquellos tiempos. El terreno cuarteado, con la dura costra de tierra que la cubría, era un elocuente recordatorio del arduo trabajo que desempeñaban esos hombres.
Los pueblos fantasma, “las oficinas” –como llamaban a estos asentamientos- relataban con su elocuente presencia la historia de estos parajes.
Ignoro porque estaba tan emocionado. Hacía ya muchos días que transitaba la porción oriental del “Norte Grande” chileno. Ya mi cuerpo se había habituado al exiguo y mezquino aire que hacía que todos mis actos fueran realizados casi en cámara lenta. Donde la altura – unos 4 mil metros- no daba margen para el derroche de actividad. Donde comer y hablar al mismo tiempo se hacía dificultoso y obligaba a realizar pausas acompañadas de profundas aspiraciones en busca del escaso aire.
Sin embargo la visión de estos pueblos fue algo así como el detonante que removió mi espíritu, mi mente…
El paisaje, y la vida –humana y de las criaturas silvestres- en éste desierto de altura me habían capturado desde el primer día.
Terremotos, erupciones volcánicas, glaciaciones… O la simple y cotidiana variación térmica de cada día que virtualmente congela a sus criaturas por la noche y las derrite durante el día. Cambios lentos y de escala geológica unos, y cambios diarios de amplitud extrema -regidos por las horas de luz- los otros.
Aunque ello no fue obstáculo para que el hombre se asentara en éstos aparentemente inhóspitos parajes.
Los libros me hablaban de tiempos remotos, sin embargo la realidad de lo que veía era mucho más elocuente.
La geografía; la gente; los restos arqueológicos, los históricos… Todo me hablaba de una elección. El escenario, por más agresivo o exigente que parezca, era el lugar elegido. No un sitio de paso. No un paraje de castigo. Todo lo contrario, era y fue un sitio elegido. Una encrucijada donde convergían los caminos. Donde se fundían las culturas, donde el hombre se afincaba y se unía al paisaje, a las criaturas que lo habitan.
Ruinas de Tulor asiento de primitivas civilizaciones atacameñas
Quizás por eso la epopeya de Los Pampinos me parecía otro ejemplo de identificación con la geografía, la tierra, el lugar, por más adverso que pareciera.
La historia de la explotación de los salitrales, del nitrato, es muy antigua también. Los primeros que rasgaron la tierra para obtenerlo fueron los aborígenes. El caliche o mineral del nitrato de soda nativo de las provincias de Tarapacá y Antofagasta habría sido empleado como fertilizante agrícola por los nativos de esa región. Atacameños, coyas e incas fertilizaban sus tierras con el caliche pulverizado. En el Siglo XVII los españoles conocen el salitre de Tarapacá. Entre fines de este siglo y comienzos del XVIII, los mineros de Huantajaya lo utilizan para confeccionar la pólvora negra usada en las minas.
En 1786 Felipe Hidalgo propone al gobierno colonial del Virreinato del Perú aprovechar el salitre para fabricar distintas clases de pólvora y abastecer a los mineros y comerciantes de esa provincia. La explotación organizada o sistemática comenzó en 1810. En 1830 se realiza el primer embarque a USA y Europa. Desde entonces tuvo un acelerado crecimiento hasta 1917 año en el que alcanzó su máximo nivel con 3 millones de toneladas de extracción.
Los comienzos fueron rudos. Una tarea dura y agobiante, para hombres recios, curtidos y enamorados de la tierra. El Canton Salitrero se instalaba donde existían mantos de caliche, una capa dura y superficial de 1,5 centímetros a 3,6 cm de espesor donde, asociado a depósitos de yeso, sales y arena, se encuentra un contenido variable de salitre.. En ellos comenzaba a funcionar “La Oficina”, nada más y nada menos que un centro de compra. En un estrecho radio trabajaban operarios independientes que extraían el caliche y lo molían a mazazos, entregándolo en venta a las oficinas.
El proceso de extracción era precario, se trabajaba a pico y pala. La disolución del caliche se hacía en agua a fuego. Asi comenzaron a ser «devorados» en las calderas, la preciosa madera de los tamarugos, único árbol que crecía en esos parajes.
La bonanza del nitrato alcanzó a muchas familias que basaron su fortuna en la exportación de este producto. Aunque la gran mayoría solo tuvo la “riqueza” de ganar su pan con el trabajo. Un trabajo arduo y extenuante pagado de una inusual manera. “Las fichas” eran la forma corriente de pago. No el dinero en efectivo. Las primeras fueron fabricadas alrededor de 1885, en disco de cobre o bronce marcados con en una sola cara. Tenían un tamaño de entre 15mm a 75mm de diámetro, las más grandes del mundo. Las fichas solo podían cambiarse en las «pulperias» –almacenes- de la empresa, donde el pampino se abastecí de víveres, ropa y artículos de primera necesidad.. En Chile es donde se ha dada la mayor variedad de fichas, mas de 3.000 diferentes. En 1924 se termino definitivamente su uso.
Esta suerte de “semiesclavitud” no alteraba la reconcentrada y taciturna vida del pampino. Ni tampoco su entrega y adaptación a la ruda vida del desierto.
Revisando bibliografía encontré un relato que pinta de cuerpo entero a estos seres que habitaban el dilatado desierto del Norte Grande Chileno:
“…La historia se remonta a la época en que las oficinas salitreras pagaban a sus proveedores con fichas y comienza cuando aún estaba en auge la explotación del nitrato. El personaje de la historia tenía en Tocopilla una especie de Pulpería que, como muchas otras, surtía de elementos varios a las oficinas salitreras del sector. Todas las mercaderías y diferentes elementos y productos necesarios para abastecimiento y subsistencia de Tocopilla y alrededores llegaban principalmente procedentes de Antofagasta, puerto con el cual las comunicaciones vía terrestre eran bastante más que precarias, al extremo que todo el trasporte se realizaba vía marítima. Como este sistema de transporte resultaba muy lento, engorroso y no exento de riesgos, de naufragios, el dueño de la pulpería decidió abrir una nueva y permanente ruta por tierra, que permitiera la recepción de las mercaderías y demás elementos en forma más rápida y al resguardo de los riesgos propios del precario transporte marítimo existente. De este modo se preparó un viejo camión marca Saurer, con llantas macizas, focos de iluminación a carburo, freno de palanca sólo en las ruedas traseras y transmisión a cadena. Cargado el camión con agua, alimentos y combustible suficiente para un largo viaje, junto a una fragua, carbón y yunque, palas, chuzos, cuerdas y otra serie de herramientas propias de la minería un grupo de pampinos, hombres conocedores de la zona, emprendieron rumbo al sur una aventura de aproximadamente 270 áridos y solitarios kilómetros… El camino los puso a aprueba. Un obstáculo infranqueable les impedía el paso. Tras una breve reunión del grupo para analizar diversas alternativas de emergencia, entre las cuales se desechó el enviar a alguien a pie a través del desierto en busca de ayuda, se optó por lo que pareció menos insensato: desarmar por completo el camión para subir arrastrando mediante cuerdas todas sus partes y demás elementos que transportaba hasta el otro lado de la hondonada. Esta complicada y poco grata tarea era lo único factible de realizar con las escasas fuerzas y medios que se disponía, pero al menos a su favor el grupo contaba con que la mecánica de los vehículos de la época era mucho más simple que hoy en día, facilitándose de algún modo el desarme y posterior rearmado del camión. Y tal como se planeó se hizo. Se procedió a descargar y desarmar cuidadosamente parte por parte el camión, para luego con santa paciencia amarrar y arrastrar cuesta arriba con cuerdas, una a una, el motor, la caja de cambios, los ejes, el chasis, el radiador, las ruedas, la cabina, la plataforma, etc., amén de la carga, tambores de agua y combustible, la fragua, el yunque, el carbón y demás elementos transportados por los expedicionarios. Tras tan ardua e ingrata tarea de subir todo pacientemente hasta el otro borde de la hondonada, los sufridos viajeros se entregaron a la nada estimulante, lenta y precaria labor de armar nuevamente el camión para volver a ponerlo en condiciones de funcionamiento.
Comprobado que todo estaba bien y el vehículo volvía a la vida como una vulgar ave Fénix de los años 30, luego de haber estado convertido durante unos días por la fuerza de las circunstancias en solo un montón de fierros viejos, se volvió a cargar todo lo transportado por los expedicionarios y así continuaron el viaje rumbo a la blanca ciudad de Antofagasta, puerto al cual finalmente llegaron sucios de tierra y quemados por el implacable sol pampino, pero sanos y salvos…”
Relictos de los bosques de Tamarugo, arbol con madera dura utilizados para hervir el caliche
El sol se hacía sentir implacable al caminar entre las ruinas de una antigua “Oficina”. Mientras fotografiaba las ruinas de ese caserío fantasma, agradecía poder sentir la emoción que me embargaba al recordar los datos, las historias, la epopeya de aquellos hombres en este desierto.
– Pampinos- me repetí quedamente.
Sus huellas –como todo en ese enorme y aparente páramo atacameño- perdurarán por siempre.